De lo que sentimos, y para depositar un sentimiento en alguien, en un primer estadio, clasificamos a esos objetos en: los que se quieren poseer (placenteros) y en los que no se quieren poseer (displacenteros).
Posteriormente, los clasificamos en los que se desea retener (míos = buenos) y los que se desean rechazar (no míos = malos). Así, en la relación sujeto-objeto, importan más los atributos que le conferimos al objeto, que sus predicados.
En otras palabras, nos importa más lo que nos parece el objeto, que lo que realmente es, o lo que viene a ser lo mismo, nos importa más la posible satisfacción de nuestro deseo en el objeto, que la propia realidad del objeto.
De esta forma, conferimos valor al objeto, “le atribuimos valor”. Siempre, y ante cualquier persona u objeto, los atributos que cada uno le confiere, son positivos o negativos. Nunca neutros.
En el discurso verbal, se expresan mediante la adjetivación.
Así un objeto es ante mí, porque yo se lo atribuyo, bueno o malo, bello o feo, erótico o no erótico, humilde o soberbio, confiado o suspicaz, fuerte o débil… Los valores de los sentimientos, son siempre bipolares, lo que no impide que al objeto se le sitúe más o menos apartado de los extremos.
A lo largo del desarrollo del sistema cognitivo-emocional, el sujeto construye un repertorio de bipolaridad que aplica a los objetos de su universo, esto es, de “su mundo”.
Esta organización de la realidad (la cartografía personal del conjunto de valores de cada uno) es de una importancia inadvertida hasta ahora en el ámbito de la psicopatología.
Ocurre que si el sujeto cuenta con una orientación estable e incluso rígida en su escala de valores, cualquier desestabilización de la tabla por él establecida puede suponer una catástrofe, y ser origen de disturbios psicológicos.
Este es el principal papel, del que podemos establecer la importancia que los sentimientos (olvidados por la psicología denominada “más científica” en tantas ocasiones), juegan en el ser humano.
Esta condición de olvido se hace necesario rectificarla y abolirla, ya que, resulta obvio que la realidad de los sentimientos, es una realidad por la que cada cual puede preguntarse y que debemos de abordar en cualquiera de las relaciones de orden terapéutico que en la consulta se establecen.
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