La muerte de cada cual es también un “hacer para los otros”.

Es, por decirlo así, el “último ejemplo”, con el cual predicamos qué hicimos y cómo fuimos.

No deja, pues, de ser importante el ocuparnos de hacer de nuestra muerte, “la muerte debida, del mismo modo que con cualquier otro hacer”.

La “presencia” de la muerte –el contar con ella- es, con mayor o menor potencia, un hecho constante en tanto que la muerte es el cese de todo proyecto.

Lo que quiera que haya de hacerse,  ha de hacerse en tanto que se vive.

Si he de contar con el morir mío ello ha de ser con miras a que no me sorprenda con el proyecto no realizado.

Hay que haber hecho “lo que es menester” cuando la muerte llegue, de forma que cada cual pueda poner a su proyecto, en cualquier momento y sin dolor alguno, la palabra fin.

La angustia ante la muerte es la angustia ante la propia vida misma, como hecho que es de ella.

La angustia ante la “presencia” de la muerte cumple, pues, funcionalmente, el cometido de responsabilizar al sujeto respecto de su vida misma como quehacer.