Ser uno mismo, es algo compicado.

Nadie tiene una idea de sí mismo, si no es  a expensas de la que los demás le ofrecen en su inevitable relación con ellos.

El pensar uno mismo, sobre sí mismo, esto es, la reflexividad, surge de la propia interacción con la realidad. Y la realidad son, precisamente, los otros.

Si yo me presento ante “mi grupo” como distinto, como más fuerte, supongamos, de lo que soy, son justamente esos de “mi grupo” los que no me aceptarán tal cosa.

Si persistiera en mi actitud,  la propia realidad, que en este caso es “mi grupo”, me confrontaría con “lo que hay”, y… o bien desisto de mi “pose” ante ellos.

Quizá me rechazarían por impostor, esto es: por intentar “no ser yo”; o lo que es lo mismo, por querer mostrarme “como otro”.

El sí mismo, la identidad de uno, quién es el que uno es, en otros términos, cómo se aprecia uno a sí mismo después de valorarse  y de ser valorado por los otros,  constituye un complejo en el que tienen que ver las circunstancias.

Estas circunstancias surge en las infinitas interacciones habidas en el curso de la existencia, suponiendo esto que, hasta el final de la misma, es verosímil y probable que “uno mismo no esté totalmente conformado como sí-mismo, y que por lo tanto, en la medida en que vamos viviendo y exponiéndonos a la realidad… vamos siendo