Vivimos cuantificados…
En esta sociedad cuantificada, nada escapa a la medida.
Siendo finitos, como somos, nos hemos echado encima una carga, que pretende evitar esa finitud, como si fuéramos o pudiéramos ser inmortales.
Cada cual, aprieta con su carga, y se esclaviza ante prisas, regímenes, culto al cuerpo, dietas saludables, calorías… como si antes de eso, no hubiera existido una sociedad tan civilizada o más que la actual.
Nuestros ancestros, sin tanta mandanga, sobrevivían, aunque, eso sí, no llegaban a una edad tan longeva como la actual.. De cualquier forma, ¿de qué sirve tanto vivir, si la enfermedad, los trastornos crónicos (para siempre), los males que acompañan a la senectud, sabemos -no hay mas que mirar- que tarde o temprano nos acompañaran sin remedio?
Me asusta vivir cien años, tanto como sus acompañantes insalubres.
No le veo mérito a sobrepasar ese centenar vivido. Tampoco le veo diversión ni gracia.
Será que la edad, me hace verlo así.
Y digo, que estamos cuantificados:
Cuando, cuanto, poco, gordo, grande, tarde… no llego a tiempo…
Estamos rutinariamente medidos, escalados, sometidos a la impiedad de la medida: del tiempo, del espacio, del volumen…
Nada se hace sin ser juzgado desde el cuanto, desde lo mejor o peor, desde lo alto o lo bajo, desde lo delgado y lo grueso,
desde el tarde desde el pronto, desde lo lento y lo rápido.
La medida es el criterio…
Ya se ha hecho con la vida de cada cual y la de todos.
Siendo así:
Para evitar que nos empache el descaro de los megas, los kilómetros, los gramos, los litros… y la imprudente impertinencia
del tiempo y sus segundos, vayamos por la vida… lentamente, más que nada, para no atropellar ni tropezar.
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