De ninguna manera, la conformación de nuestra propia identidad como “acto” puede concebirse como una conformación aislada, esto es, en soledad.

Sin los demás, no se puede formar la identidad.

La identidad es un proceso constante e inacabado que vamos concretizando en nuestra relación  ineludible con los otros.

Es la mirada de «uno»  sobre los «otros»… y de “estos otros”, sobre “mí” lo que va tallando y esculpiendo mí identidad.

Por tanto, las particularidades de una persona le permiten reconocerse por las diferencias que en sí mismo aprecia con respecto al otro.

Se puede argumentar, perfectamente,  que las identidades son una representación social que se construye en la acción y siempre frente a un «otro (s)»; es el reconocimiento de ese «nosotros».

Considerando esto así, el asunto identitario, es por una parte una auto-representación y por otra, una hetero-representación.

Bien explicado: la identidad es auto-representación, en tanto que la sometemos a juicio frente a nosotros mismos.

Un juicio que ha de resolver  sobre  lo que es propio (o no) de mí.

Pero también el asunto de la identidad, es por otro lado hetero-representación, esto es, juzgamos nuevamente qué tiene, aquello que me atribuyen de “desigual” con respecto a mí, esto es, de “diferente a mí”.