Sabemos cómo el cuerpo nos delata a pesar del esfuerzo del sujeto por hacer con él, el yo que quisiera representar hábilmente ante aquel que tiene delante.

En esos casos, a pesar de los esfuerzos por hacerse, por ejemplo, simpático o afable, es al sujeto al que “no le sale”, como se dice en una feliz expresión coloquial, porque se le escapan componentes connotativos de la antipatía preexistente.

Así se dice: “Me sonrió al llegar, pero, aunque pretendiera hacérmelo creer, no se alegró en absoluto al verme”: esto podría ser la descripción de lo que acabo de formular acerca de un yo torpemente construido por el sujeto.

El sujeto, en efecto, no siempre es capaz de hacer con su cuerpo el yo adecuado, y en este caso le ocurre lo que al mal actor: representa con notoria torpeza la alegría o la tristeza que debiera sentir y no siente.

Si antes decíamos que cada yo remite al sujeto que lo hace, podemos precisar más: es desde el cuerpo desde donde se nos permite inferir, del otro, al sujeto que lleva dentro.

Más concretamente, es desde el rostro, desde donde imaginamos al sujeto que ahora se me ofrece a conocer.

“La índole de la relación interpersonal se fragua gracias a lo que se expresa, no a lo que se dice”.

“El rostro, es el alma del cuerpo” dice Wittgenstein.

El alma que parece irse de la cara cuando se padece la enfermedad que describió Parkinson, y que se caracteriza, entre otros signos, por la falta de mímica (amimia) e inexpresión.

La cara, es en efecto como metáfora, “es el alma del cuerpo, porque el resto del cuerpo – a excepción de las manos- apenas sí sirve para la expresión. Además, la potencia expresiva del rostro se multiplica en los ojos (la mirada) y la boca…”.

“La mirada dice más que el resto de las modificaciones que se pueden hacer con la cara, y la lectura del rostro, es fundamental para comunicarnos, y para saber a qué atenernos respecto del otro».

Por eso miramos más a la mirada del otro que al resto del rostro, como si en la mirada estuviera su secreto, su verdad.