Entre la satisfacción por lograr lo deseado,
y la frustración ante su negativa,
transcurre buena parte de la existencia humana.
La manera de gestionar tanto la alegría de la primera
como la tristeza de la segunda,
esa necesidad de saciar los anhelos propios
y huir del tedio y dolor de lo que no se obtuvo,
es un continuo de «ires y venires» de la propia vida.
Seguramente el deseo
no sea otra cosa que un síntoma del propio existir,
porque el deseo es un flujo psíquico
que empuja todas las manifestaciones de la vida.
Vivir es desear.
Todas las expresiones de la clínica, así lo dicen:
desde la depresión y la angustia, donde el deseo desfallece,
hasta el delirio, en el que se instala omnipresente.
No obstante, es la falta de deseos,
la que lleva a las personas a enfermar;
porque el ambicioso, con su atracón de deseos, suele estar contento y feliz
mientras permanece en su ansia.
Y es que, la soberbia ahorra muchos sufrimientos.
Lo malo es cuando le fallan los objetivos.
En ese caso no solo se enferma, desde luego,
sino que cuando lo hace, lo lleva a cabo de un modo feroz.
Por eso hay que desear… sí… pero «lo justo».
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