En la vida de cualquiera, en la de todos –de esto no se libra ninguno, ni nadie- en algunos momentos, o en muchos, se ha podido hacer presente esto que familiarmente llamamos desasosiego.

Estar desasosegado, siempre lleva consigo la presencia real o mental de aquello que nos desasosiega, sea esto lo que fuere; cualquier cosa puede procurarnos este malestar.

 Este sentimiento, de desazón más o menos intenso, se nos hace presente no sin un por qué…  cada cual sabe “lo suyo”, y exclusivamente con una finalidad: crear la necesidad de que desaparezca aquello que de un modo u otro nos inquieta.

 El desasosiego –a tenor de los manuales-, suele identificarse con estados de agitación, de inquietud o de zozobra del ánimo.  El ánimo…  eso que emana del  alma y que en los albores del tercer milenio… ya casi ha sido olvidada.  Hoy parece no interesar más que su doble, el cuerpo, relegándola a algún lugar en el que pronto “será historia”. Ya ni los psicólogos se atreven a nombrar lo que es objeto de su estudio, incluso los teólogos la esquivan para no ser tildados de dualistas o por la simple fatiga que han dejado siglos de controversias.   Y sin embargo… ¿qué es lo que se serena… y qué lo que se  desasosiega?

 Bastantes expertos –los he oído y leído- también pasan por alto el ánimo, e identifican, sin serlo, el desasosiego con la angustia, angustia que por otro lado los textos especializados, creo que con pérfida intención, la hacen aparecer como síntoma en la mayoría de los estados mentales contrariados, también a la ansiedad, su hermana pequeña, dando juego así a las farmacéuticas, que vienen a hacer “su agosto” a base de sustancias tranquilizadoras… del ánimo.

 La desazón, la pesadumbre, la congoja, la inquietud, la preocupación y otros asuntos sentimentales que conciernen al terreno de lo anímico, como el sosiego y su contrario, son estados que sobrevienen a todos, y nos ocurren a unos y otros,  casi cada día, cuando no a cada momento.

 La simple relación interpersonal,  ya tiende a producir desasosiego, porque lo queramos o no, en toda relación, siempre se pone en cuestión uno mismo y eso siempre es inquietante.

 Por no se sabe muy bien que suceder, estos estados se han ido convirtiendo en molestias a las que deseamos renunciar, y que al ser “consultadas” con frecuencia, han derivado en trastornos, sin serlo muchas veces, simplemente, porque la psicopatología, siempre que puede, procura aumentar su expositor y adquirir mayores cuotas en el mercado de la enfermedad.  Se me ocurre que, quizá la OMS, pueda ser cómplice de este asunto, cuando de manera imprudente, define la salud -todos lo sabemos- como el bienestar físico, psíquico y social…  sin reparar en lo imposible de su alcance, y de tal manera que como consecuencia de lo que define, nos ha convertido a todos…  en enfermos.

 Deseamos vivir en sosiego, y sin embargo la vida se va escribiendo para que la vivamos de forma muy contraria… no sin sobresaltos, cual sería lo deseable, sino “sobre-abismos” derivados de la incertidumbre que traslada su inquietud a los terrenos del desasosiego…  Serán  paradojas de la existencia.

 Antes, no hace tanto,  las creencias religiosas intimas y personales (cada cual las suyas –no faltaba más-)  daban cuenta y asilo a un mismo tiempo, a quienes les acaecían estos sentimientos que le hacían zozobrar, al tiempo que  “el médico de cabecera”,  atendía a nuestras cuitas y calmaba con simplicidad, aunque de momento, el desasosiego del que éramos presa con un “eso son los nervios”…  sentencia que tenía significado equivalente a  “no tener nada… ”.

 Luego, como el desasosiego y la desazón tendían a persistir, uno se inclinaba por ir al  “médico de los nervios”, que atendía este mal-estar,  ahora, ya sí, como enfermedad (de algo hay que vivir), y prescribía, según los momentos de la historia, desde aguas termales y cambios de aires, hasta las benzodiacepinas más ilustres, pasando naturalmente por distintas sustancias herbáceas  y  el agua de azahar.

 Después aparecimos  los psicólogos, que  hemos buscado el ejercicio de esto nuestro, en una  profesión que nos parecía laica, e incluso provista de cierta dosis de anti-clerecía, y hete aquí que, muchísimas veces, acabamos convertidos en indulgentes confesores,  porque   buena parte de las consultas,  las componen los problemas cotidianos en los que se manifiesta  la mala conciencia y el desasosiego consiguiente,  este último etiquetado de  ansiedad, aunque realmente se trate de un malestar íntimo, y no otra cosa.

 El desasosiego, no tendría por qué ser un trastorno, y sin embargo va  adquiriendo carácter de tal.  Siéndolo… procura pingües beneficios a unos y a otros.

 Muchos sentimientos personales de este corte, aunque comparecen en la clínica bajo la apariencia de angustia, miedo y desazón, no son sino moderadas indigestiones mentales, las más de las veces producidas por el peso de la cosmética moral del momento.

 Otras veces, en todos se ha hecho presente lo que digo, nos produce este sentimiento,  el hecho de valorar lo que uno hizo, comparándolo con lo que «debió hacer» y la no coincidencia revierte en padecer desasosiego. Ocurre así porque una parte de mí se constituye en ser así como hice, lo que viene a significar que valgo ante mí mismo y ante los demás según lo hecho… ¿cómo no sentir inquietud al ser juzgados por uno mismo y por los próximos?

 En ocasiones,  el desasosiego, no es otra cosa que pequeñas  dispepsias consecuencia de un empacho de eticidad, que antes se resolvían con una confesión rutinaria, y que se han convertido,  no sabemos muy bien por qué,  en objeto de búsqueda de tratamiento y consejo facilitado por un especialista dispuesto, eso sí, a aceptar como “enfermos” a simples penitentes ávidos de excusa. Y es que en muchas más ocasiones de las que pensamos, y sin saberlo del todo,  las gentes acuden a consulta buscando absolución antes que cura.

Vienen a que se les trate, sin duda, pero sobre todo a que se les exima de aquello que ahora inquieta su alma. Y para este fin, ya estaba la confesión sacramental, como antes he referido. Porque en su seno, uno examinaba la conciencia, proponía la enmienda, contaba… lo que podía, se le administraba una hostia (con perdón) y quedaba así  liberado de la mórbida carga con una agridulce penitencia. Es decir, que pasada su pequeña contrición, el afligido se podía marchar ya sosegado, exento  de responsabilidad y dispuesto a seguir confesando la misma falta cuantas veces la tentación le persiguiera.

 La clínica, por contra, no alcanza esta sublime perfección, aunque lo intente con porfía, y así en las consultas, estos consumidores, a veces crónicos, de comprensión y consejo, también encuentran fácil disculpa, dado que pueden atribuir sus males a algún defecto de aprendizaje, un trauma de sabe Dios cuando,  o a cualquier hipótesis disfuncional de algún alojamiento nervioso.  Además, nuestras  palabras van a intentar animarles sin censura,  y a hacerles ver que los sufrimientos son universales, que la inquietud es producto del estrés social y que cualquiera tiene malos días. Para penitencia disponemos de ejercicios de autoayuda y, si es necesario, de alguna que otra píldora.


A la vista de las circunstancias, lo más sensato sería  renunciar al poder que la sociedad ha confiado a los especialistas y devolver a los confesores la dirección de conciencia que…  a la chita callando…  les vamos usurpando… y que tanto consuelo y sosiego han procurado.

 Ahora, con permiso, voy a retirarme con Fray Luis, si es que consigo encontrar los parajes en los que pudo tener lugar esa “descansada vida…” que en clave de “oda” nos regaló hace ya… bastante.