El sujeto, es la conciencia que tenemos de nosotros mismos.

Hace del organismo humano, o del hombre-mujer, un ser interpretador.
Estamos obligados a interpretar en toda interacción que llevamos a cabo. Es imprescindible construir una teoría sobre el otro con el que nos relacionamos; y no solo para la confirmación o des-confirmación de aquel con el que interactuamos, sino para establecer, no sin riesgos, la estrategia de comunicación que se juzga,  con mayor grado de probabilidad, adecuada, o sea,  para adaptarnos a su vez a la actuación del otro. La interpretación que hacemos sobre la actuación de alguien, es teoría sobre ese alguien, es teoría sobre ese alguien y fruto de una situación relacional. 

Cada sujeto, hace y ostenta lo más útil para el éxito de lo que se requiere en una actuación determinada, si se prefiere en una situación y momento dados. El sujeto se adereza hábilmente para el logro de lo que pretende que el otro haga a su vez para él (que le depare afecto, estima, admiración, que haya lugar para el encuentro…). El sujeto se deja ver, esto es, expresa lo que imagina que el interlocutor quiere de él. Con su expresión –una concretísima y no otra-  intenta que su interlocutor construya una teoría sobre él como persona, a la medida de sus intereses.

La habilidad que se precisa en el uso de las expresiones se pone visiblemente de manifiesto cuando el sujeto no la posee, o la posee en escaso grado, y se muestra torpe, inhábil: de golpe, sus esfuerzos resultan inútiles, resultan incluso hasta contraproducentes y es más que probable que con su torpeza obtenga unos resultados opuestos (incluso el rechazo) a la pretendida aceptación.  Hacerse, pongo por caso, el gracioso, sin serlo, es un extendido ejemplo que todos hemos observado alguna vez, habiendo visto así, igualmente, lo que constituye el fracaso que supone esta escenificación para los demás, de algo que no se es.

No es conveniente intentar mostrar ser… quien no se es.