Las relaciones con los demás, con aquellos otros que “me buscan” o que “yo busco”, es, en principio, una relación construida mentalmente por mí, en la que se establece una teoría sobre el otro.

Lo adecuado de este término se advierte claramente en las teorías que se construyen durante la interacción –real, vivida – entre dos sujetos.

Dos sujetos, dos seres humanos, se encuentran y hablan.

Ambos parten de que el otro es un sujeto como él o, para decirlo con una expresión de Angel Rivière, que es también un “objeto con mente”.

Por consiguiente, y recíprocamente, cuentan con que el otro es un sujeto cuya conducta tiene una intención no visible, pero con la que hay que contar.

Podríamos decir que desde los primeros instantes de una relación – por efímera que pueda ser – se produce una postura.

Una postura intencional para aludir a comportamientos que pueden predecirse porque son llevados a cabo por entes similares.

La intención, la intencionalidad,  está oculta en el acto y no se revela.

La intención de los otros solo podemos inferirla, suponerla, figurárnosla y permanecerá por siempre como supuesta: las intenciones se confirman o no, pero no se prueban.