Nuestro yo, y tenemos muchos, no es mas que una interpretación de algo de nosotros. El yo es la imagen instrumental con la que la persona se presenta en y para una situación concreta.

Un intermediario de sí mismo para la situación. Actuamos en cada situación representados por un yo, que hará “lo que pueda” para el logro de la mejor intervención y, con ello, la mejor imagen de sí mismo.

El yo es la representación con la que el sujeto se propone obtener de los demás la mejor de las imágenes posibles.

Esto quiere decir que la persona construye el yo como un sistema de signos, como un discurso articulado.

En suma, como un mensaje, mediante el cual pretende que el otro, por una parte, se forme la “estampa” que él anhela provocar y, por otra, que acepte su propuesta”.

La pregunta que implícitamente hacemos en toda relación es una pregunta sobre la persona, a saber: ¿qué se propone al hacer lo que hace?

Alguien camina ante alguien, se dirige a un determinado lugar, pero, ¿no pretende que el que le observa adquiera de él una determinada imagen, la que sea, de elegante, de abstraído en graves problemas, de orgulloso o displicente? ¿Qué imagen intenta que los demás construyan de él cuando da una clase o pronuncia una conferencia?

El yo, pues, es una construcción semiótica (esto es, una construcción de signos) al servicio de la semántica del sujeto con miras a que el receptor asuma la imagen ofrecida y le confirme en su identidad.

Por eso nadie puede hacer otra cosa que imaginar el sujeto a través de las concretas actuaciones de sus yoes.

El yo es el signo que denotamos; la persona, el significado que le atribuimos tras sus actuaciones”.