Conocer al otro: un relato que imaginamos y que casi nunca es ofrecido. Desde luego saber del otro, no es tarea sencilla. Conocer al otro supone que del sujeto expresado,  de lo que nos dice con su palabra y con sus gestos, inferimos el sujeto en silencio, es decir, lo que calla.

La expresión es, pues, algo parecido a quien realmente es, y cuando se expresa para el otro u otros, se manifiesta basándose en la relación de proximidad existente entre lo que él siente, y como lo que en verdad trasmite en su expresión y de hecho manifiesta o representa. En otras palabras,  nos muestra esa mínima parte de él que deja ver y nos ofrece. Esa mínima parte de él que nos regala, porque es precisamente la que quiere dejar ver y por tanto ofrece para ser interpretada por el otro.

Si del sujeto contamos con la evidencia de la mínima parcela de él que es su expresión en un contexto dado, el interlocutor lo complementa imaginándolo, construyéndolo como imagen, como imaginario. De ahí la dificultad en conocer al otro.

La inferencia sobre el sujeto in-expreso, sobre el sujeto íntimo, o, mejor dicho, sobre lo íntimo del sujeto, es imaginaria. El sujeto que resta tras su expresión es una hipótesis. Dicho de otra forma, todo interlocutor construye, mediante la inferencia, una teoría particular sobre el sujeto con el que se relaciona. Pero no es más que una teoría: sobre esta cuestión no cabe posibilidad de engaño, porque dicha teoría sobre el sujeto es de imposible verificación, al menos “a priori”.

Cada uno nos presentamos ante el otro, con la imagen más adecuada al momento, al contexto o al tipo de relación que se está produciendo. Nadie sale a escena «desnudo», sin protección.

No somos una máscara, pero tampoco ante los demás nos descubrimos. Incluso, en las relaciones más íntimas, hay una parte de nosotros que queda para uno mismo, sin que nadie, salvo nosotros, tenga acceso a ella: a su disfrute o a su ocultación.