Los escritos

A veces, muchas veces,
se encuentra en la escritura un dominio afortunado
para nuestro esfuerzo constructivo.
Cualquier texto, en la medida que lo escrito se “literaturice” o no,
juega el mismo papel que cualquier otro intento de contacto,
reparación, reelaboración, reconstrucción o reencuentro.

Mientras se escribe, se recrea algo nuevo,
sustituyendo con su letra lo que antes había y no queremos que siga,
instalando texto allí donde el vacío reinaba
y revistiendo de signos ese continente mudo y amenazador
que la realidad con sus normas custodia,
pero que quien escribe pretende desnudar.

Cada línea es un hilo con el que se borda un nombre,
una sutura (al fin y al cabo, “textus” viene de tejido y entrecruzamiento).
Cada párrafo se ofrece como un espacio
con márgenes sobre los que uno intenta acotarse, l
a mayor parte de las veces, sin conseguirlo… o sin quererlo conseguir.

Se puede escribir como artista, como creador,
como autor y no sólo como instrumentista del alfabeto,
modalidad esta última
más cercana a la utilización del lenguaje escrito propia de este siglo.

Yo pienso que escribir, es decir de uno mismo.
Decir de otros, podrá ser relatar o contar… biografiar, pero no escribir.
Cuando se escribe, aunque el tema o la propuesta venga desde fuera,
uno dice su propia historia, su más personal experiencia,
o su deseo, o su desazón.
Cada línea es propiedad de quien allí la puso,
y por lo tanto expresión de sí mismo, y como consecuencia,
dice de quien lo escribió. No cabe, en lo que se escribe, ni uno más.

Y sin embargo, y he aquí la paradoja, que nadie se lo tome a mal,
se escribe para los demás: uno o muchos; reales o imaginarios.
Porque lo queramos o no, en última instancia,
cada escrito se resume en una solicitud suplicante de aprobación.