El trabajo psicológico con los padres supone una doble intervención en los problemas de la infancia.

Padres e hijos, una unidad circunstancial
Claro que trabajar la infancia, supone el trabajo con el niño. Pero, no además, sino que inexcusablemente, trabajar la infancia, es trabajar con padres. No es posible concebirlo de otra manera. No son separables salvo a nivel teórico, y es posible que ni siquiera para el abordaje didáctico, puedan considerarse como entidades aparte la una de la otra. Padres e hijos, a pesar de no coincidir en sus propios “personajes”, establecen un vínculo de tal fortaleza en la infancia, que es imposible concebirlos de forma separada. Quien trabaja con niños, sabe que trabaja con padres.

El amor paterno-filial
Las extraordinarias demandas que exige ser padres y nos hace distinguir entre el amor y la empatía madura, como capacidad de sumergirse en la vida interna del hijo, sin que eso amenace su sentimiento de ser alguien separado. Algo, a todas luces, difícil y sin embargo recomendable para el desarrollo del infante.
Se es padre cada día y todo el día… pero hay que dejar también “ser hijo”. Es el hijo el que en función de nuestra forma de desenvolvernos, nos formula y nos configura. Los hijos crean su propio cuidador

El trabajo psicológico con los padres supone una labor importantísima por parte del terapeuta y que es encontrar las palabras para expresar lo que ha entendido, sin hacer crítica de los esfuerzos de los padres, pues hacerlo supondría incrementar su culpabilidad y resistencia. Hay que ayudarlos a reconocer que el niño, en general, tiene sus motivos para exhibir determinado comportamiento. Además, hay que incorporar al discurso de los padres, comprensión respecto de sus propias razones para manejar la situación del modo que lo estaban haciendo. Quizá esta es la tarea más difícil en un planteamiento de entrevista terapéutica.

El trabajo psicológico con los padres, merece una breve reflexión, sobre lo que para los padres significan los estudios, también para la sociedad en su conjunto, y que de pasada se he apuntado al principio de este trabajo.

Quienes trabajan en psicología infantil, conocen que el fracaso escolar suele ser atribuido a tres causas principales: Causas socioculturales, causas institucionales y causas psicológicas, y de estas tres, naturalmente como psicólogos que somos, nos quedamos con estas últimas buscando, en no pocas ocasiones, trastornos más relacionados con factores cognitivos que con factores afectivos o emocionales.

Sea su origen cual fuere, creo que no nos alejamos mucho de la verdad, si consideramos que la propia terminología materializada en “fracaso”, conlleva un señalamiento generalizado a quien lo padece. A quien se le impone el “luminoso” o la etiqueta de fracaso escolar, lo primero y quizá único que alcanza a ver es la palabra fracaso. “Soy un fracaso” puede ser muy bien la forma de pensar que se le ha impuesto de una manera, creo yo, bastante violenta.

Distintas nomenclaturas para subrayar idénticos problemas

Amortiguamos muchos de los diagnósticos, y eliminamos palabras que “se ensucian” en nuestra forma de nombrar. Ya no decimos “anormal”, “tarado”, “deficiente” “minusválido”, palabras que por otro lado, nos encontrábamos en los tratados de psiquiatría y psicología de los años 1980 (un momento relativamente reciente) sustituyendo estas nomenclaturas por las de “discapacidad” “disfuncionalidad” , “movilidad reducida” o «diversidad funcional· ·… Y sin embargo, está a la orden del día la terminología “fracaso escolar”, una terminología, por cierto, aparecida no hace tanto, y que sin embargo resulta muy poco piadosa con quien tiene que soportarla (niños y jóvenes). Sé que suavizar nomenclaturas, no deja de constituir un eufemismo. Pero “suavizarlas” no hace mal a nadie. En última instancia, todo el mundo sabe de lo que se está hablando, y tener especial consideración hacia el segmento de la población constituido por los niños, creo que evitaría re-traumatizar a quienes ya de por sí se encuentran con menos estrategias de defensa.