Una acción reputada como “mala”, es mucho más tolerable si no somos nosotros los únicos en verificarla dentro del grupo en el que nos es dado vivir.

Precisamente, se induce muchas veces a los demás a hacer esa misma “mala acción”, para así despojar a “los otros” del papel de “jueces” de mi sola y exclusiva acción.

Ser todos culpables, viene a significar, cuando menos, no perder la estimación de los demás.

La estimación de los otros, constituidos en grupo al que pertenezco es tan esencial que, incluso, uno se suma a llevar a cabo “el mal” que los otros hacen para no dejar de pertenecer a él.

No hacer “el mal” que los demás hacen, puede repercutir en la pérdida de la estima del grupo; y esta es tan importante, “que haré mal, aún a sabiendas de que hago mal”.

Hace falta,  seguridad y madurez cuando ese no hacer, ha de implicar, de alguna manera, la desestima de todos, y en consecuencia, la soledad frente a ellos.

El grupo, pues, no solo desempeña el papel de depreciador o elevador de la  conciencia  de mí mismo, sino de indicador de valores.

Lo que hace el grupo, es la norma del grupo, es decir, son sus reglas y valores.

Y en la medida  en que soy del grupo, o quiero integrarme en él, tiendo a la aceptación de sus normas.

Incluso las acepto finalmente, para así “ser de ellos” al “ser como ellos”.

Lo primario en el ser humano es la dependencia, esto es, la necesidad del otro.

Por eso ocurre incluso, en el orden biológico, se traduce hasta en el hecho de que somos creados no por nosotros mismos, sino por los demás.

Por lo pronto, de esto no hay ninguna duda, en el momento mismo de “llegar al mundo”, ese mundo es el mundo de los otros.