Las personas viven muy apegadas al sentimiento de indignidad, desarrollan una ceguera importante, al percibir el mundo externo. Es como si mirasen a los demás, y no les viesen. Es como si los demás se transformaran en espejos, donde se reflejan constantemente sus supuestas torpezas. Los demás, los otros, el público si se quiere, se han transformado en crítica. Me llama poderosamente la atención el hecho de la evitación de la mirada. El vergonzoso, no ve, por lo que continuamente está a merced de  la mirada del otro. Es como la búsqueda obsesiva del hipocondríaco por saber que está mal en su cuerpo. La persona tímida busca constantemente pruebas de que no tiene derecho a estar en tal o cual sitio, o que es merecedor de la crítica ajena.

Señalar también que para el vergonzoso, la idea de inadecuación es global, apenas puede señalar que es lo que hay de malo, de forma concreta, dentro de él. Lo reemplaza, por un sentimiento vago, de que algo es malo en él mismo. Es como la famosa idea del pecado original. Algo anda mal en él desde que nació.

Para los Calvinistas, Dios, sabía de antemano quienes iban a ser o no salvados. Digamos que las personas con este sentimiento, no fueron precisamente de los elegidos por Dios, desde el momento del nacimiento. También la idea del pecado original es interesante desde este prisma. El hombre ha hecho algo malo desde su antes de nacer. Así que hay algo malo en ellos, defectuoso, que jamás ha sido cuestionado, como si así hubiese sido desde el principio de los tiempos.

Muy a menudo, y sin darnos cuenta, los terapeutas no dejamos al paciente estar con su vergüenza. La ignoramos, la camuflamos, no damos el permiso para sentirla. Y eso provoca aun mayor castigo. Ya que se sienten mal porque no deberían ser padecedores de ella. Y aquí radica el inicio de una terapia. Aprender a identificarla, y aprender a estar con lo que se siente.