Todos los seres humanos tenemos sentimientos.

Es más, tenemos conciencia de los sentimientos que nos vinculan a los demás objetos, bien porque deseamos poseerlos, o bien  por todo lo contrario, esto es, porque deseamos rechazarlos.

Un objeto, como ya sabemos, es todo aquello que podemos delimitar y juzgar, por tanto, el ser humano también es un objeto en tanto que se delimita a sí mismo y se juzga en su totalidad o en parte.

Los sentimientos mismos, se hacen objeto para el sujeto que los posee, y puede “leerlos”, es decir, describirlos, delimitarlos y calificarlos también. Con los sentimientos, cada uno ordenamos los objetos que componen la realidad, mejor dicho: nuestra realidad, ese mundo particular de cada cual.

Además, la relación que uno establece con esos objetos de su realidad, depende tanto del sentimiento que él profese a esos objetos, como de los sentimientos que pueda pensar que le profesan a él.

En función de lo anterior, y merced a lo que “apetece” de los objetos y de sí mismo, el ser humano, se interesa por los demás objetos, para hacerlos suyos o intentar hacerlos suyos; también, por supuesto, para  alejarlos de sí.

Aunque no siempre es posible dar satisfacción al deseo, sí que se pretende siempre. Por eso, al ser el sujeto una “máquina” de desear, su relación con la realidad es necesariamente conflictiva. Y es conflictiva porque:

Quiere lo que no tiene
Teme perder lo que tiene
Tiene que contar con lo que no desearía tener

No habría selección de la realidad, es decir, ordenación personal del mundo que nos rodea, si careciéramos de sentimientos, o todos poseyéramos los mismos.

“Mientras la razón, nos uniforma a unos y a otros, los sentimientos distinguen a unos de los otros”.  (Spinoza).