Los seres humanos disponemos de dos vidas, dispares entre sí, pero dependientes una de otra.

La primera de ellas es la vida pública, la que se escenifica ante los demás, pocos, varios o muchos, y hecha del conjunto de nuestras actuaciones observables y observadas. Es la que erróneamente consideramos como única vida real.

La segunda, la constituye nuestra vida íntima: la fantaseada, la que guarda miradas y deseos, la de los sueños e ideales,  la de nuestros sentimientos secretos hacia personas que nos rodean: una vida que es inobservable… y mejor que sea así.

Ahora bien, esta vida íntima no es menos real que la otra,  aun siendo  puramente mental. Lo mental forma parte de nuestra naturaleza, como  las demás funciones de nuestro organismo.

Esta vida inobservable  tiene, eso sí,  una propiedad formidable: nos hace  omnipotentes en aquella realidad que fantaseamos. A diferencia de lo que ocurre en la vida exterior, en la íntima los deseos se satisfacen de manera inmediata, imaginando encuentros y situaciones a veces apresuradas; y esa y no otra es su función, esencial por cierto, para el equilibrio de la persona. Una vida por fortuna inaccesible e inexpugnable salvo para uno mismo.

Gracias a la vida de la fantasía, podemos sobrellevar esa otra a la que habitualmente reservamos el calificativo de “real”, la externa a nosotros, la vida social, preñada de sinsabores, errores, desengaños y sufrimientos, aunque también  entreverada de alegrías, éxitos y momentos de placidez y tranquilidad.

La fantasía que supone la intimidad, es una ortopedia de la persona. Una ortopedia sin la cual se nos haría muy  difícil vivir. Precisamente por eso  existe, y cada cual tiene la suya.