El engaño,  como el enredo, son actos de conducta y, por lo tanto,  suelen estar construidos  en un discurso en el que “la doblez” se antepone como premisa primera.

El no estar exentos de trampa y embrollo los  convierte  en  discursos  mendaces.

Pero  la  mentira, como  la verdad, siempre van unidas a personas, al menos dos: el mentiroso y el mentido. En el enredo, suelen participar más voluntades, aunque el fin no difiere en absoluto.

Quien es mendaz, ha de construirse a nivel mental y forzosamente  una imagen del destinatario de  su acción, pero al mismo tiempo  también  otra, y principal,  la que presume que el destinatario tiene de él.

La no coincidencia de ambas con lo que para él es su plan de engaño, concluirá en la omisión de su intención tramposa, ya porque le sepan los demás embustero, ya  porque sospeche que a quien va dirigido el fraude tenga  condición de incrédulo.

Por otro lado, quien es tildado de fulero,  todo él se constituye  en mentiroso, con independencia de que tenga actuaciones veraces.

Lo mismo pasa con una exposición cualquiera: basta con que exista una sola mentira, para que toda ella sea considerada como incierta.

No ocurre así en una exposición que pretende engaño, es más, ocurre al revés, esto es, se seguirá considerando farsa, a pesar de que algunas verdades puedan estar presentes en su contenido.

Basta un solo engaño,  para uno se convierta en falaz y los demás, ante él,  incrédulos.

Pero hay engaños, que no vienen a ser tales, como ocurre con los que todos usamos en materia de cortesía. En ellos,  ni siquiera cabe indagar sobre la autenticidad del trato recibido porque ya sabemos que es incierto.

Ante las formas y maneras de lo que es educado decir o hacer en las distintas situaciones que nos son a todos exigidas, particularmente las cargadas de ceremonia, ni siquiera interviene la incredulidad, pues dilucidar la veracidad o no de lo que decimos y se nos dice, es innecesario.

Las buenas maneras, no son sino discursos falaces, que dejan de serlo por  consensuados.

Fatalmente, todos engañamos, aunque para descargo unos lo hacen adrede y otros sin querer. Y esto, porque los hombres, no somos idénticos a nosotros mismos, ni por la imagen que damos, ni por la versatilidad que supone la adecuación a cada una de las realidades que se nos ofrecen, a toda hora cambiantes.

Desde este punto de vista mentimos, pues solo lo inanimado “es lo que es”.

Los  humanos, no somos así. Los humanos, nos proponemos ser,  esto es,  representamos  y, como  toda  imagen, solo en alguna medida tiene parecido a su original.

Decía Rousseau:

“El hombre se pone su máscara: la que se exige y le exigen;  y entonces…  es ya todo él mentira”.