En las habituales teorías del significado se parte del objeto, y, en tanto esta referencia es obligada, el objeto, pongamos por caso, una persona, es el referente de primer orden.
Pero la interpretación se inicia no en el objeto, no interpretamos sobre la persona, que es el caso que hemos elegido, sino sobre la imagen de la persona (imagen de esa persona precisamente porque la hemos elegido, e imagen de lo seleccionado, precisamente, de esa persona, esto es, de lo que nos hemos fijado de ella), y que constituye el interpretable, a partir del cual tiene lugar el segundo momento del proceso de interpretación, en el que se detectan las propiedades del objeto en función de quien lo está percibiendo.

El verdadero referente, en lo que yo me he fijado y estoy fijo,  es en la imagen del objeto, que actúa como significante, a partir de la cual se construye la interpretación como teoría de ese objeto, en este caso, de esa precisa persona que nos ha servido como ejemplo.

Con otras palabras: el objeto, cualquiera que este sea (la persona que hemos elegido puede servirnos) es condición necesaria pero no suficiente para la constitución del significante, que es la imagen que yo me voy a hacer de ese objeto. Hace falta, por tanto, que a partir del objeto,  yo construya la imagen del mismo para que entonces surja como referente a interpretar, es decir, como interpretable. Al respecto, un ejemplo cotidiano: las denominadas “ilusiones ópticas”, prueban de modo inequívoco que el significante no es el objeto en sí mismo, sino la imagen que construimos de él.