El sujeto, la persona, cuenta con un plano erótico; tiene un yo erótico, y nos autodefinimos y somos definidos por él. Somos más masculinos o más femeninos.

Somos “más activos” o “más pasivos”. Somos más competentes o menos competentes. Muy potentes o impotentes. Cariñosos o fríos.

 Sin embargo,  “Los términos femenino-masculino, no pueden hoy,  sin más,  homologarse con los de hembra-varón” (Castilla  1978 – Introducción a la Psiquiatría – Alianza Editorial p. 151). Estos últimos, se refieren a lo biológico, a un determinado cariotipo, o para entendernos mejor, al sexo de la especie. Mientras que femenino-masculino, conciernen al denominado “sexo de crianza”, es decir, al aprendizaje de pautas que se consideran en nuestra cultura definitorias del género, esto es, de lo que es (o “debe ser”) femenino y lo que es (o “debe ser”) masculino. “Entre ambas concepciones, no existe una correlación limpia, sino convencional”.

Cada uno de los polos femenino-masculino tiene su valor en nuestras pautas socioculturales y operan como tales.

Todo el lenguaje de la conducta se dirige ante todo y en toda interacción, a ofrecer el sexo-género al que pertenecemos a nuestro interlocutor. Los modos y maneras  de actuación son todo un código de señales de sexo-género, que no tienen por qué tener un contenido erótico estricto.

No obstante, y esto se observa en no pocas ocasiones, toda la conducta de un sujeto, puede estar en función de la ostentación de de él mismo y que quiere mostrar respecto de esta cualidad (el papel de “macho” por ejemplo, o el de “afeminado” término que utilizo exclusivamente como “expresión”  por la significación particular que tanto en ambientes homo-eróticos como hetero-eróticos se le presta).

No es raro oír, por otro lado, expresiones del tipo “… es muy femenina”, para significar particulares maneras de determinado tipo de mujer.