Ser uno mismo, la identidad de uno, quién es el que uno es, en otros términos, cómo se aprecia uno a sí mismo después de valorarse  y de ser valorado por los otros,  constituye un complejo en el que tienen que ver las circunstancias surgidas en las infinitas interacciones habidas en el curso de la existencia, suponiendo esto que, hasta el final de la misma, es verosímil y probable que uno mismo no esté totalmente conformado como sí-mismo, y que por lo tanto, en la medida en que vamos viviendo y exponiéndonos a la realidad… vamos siendo. 

Mientras tanto, nuestro YO de ese momento, el de ahora mismo, es precisamente el que tenemos (no el de ayer ni el de un tiempo aún más pretérito), el que ahora mismo es mío y vivo como propio, al tiempo que los demás me indican que ese-soy-yo (porque me hago reconocible ante ellos en mi actuación), o que ese-no-soy-yo (esto último en el caso de quererme presentar como distinto, y por tanto irreconocible ante quienes de mí saben).

De esta manera, parece quedar clara esa dinamicidad de la propia identidad y no se debe olvidar que esa propensión al cambio, a la evolución si se prefiere, se halla íntimamente vinculada con el contexto socio-cultural en el que se encuentra el sujeto, esto es, en el que nos encontramos.