Los criterios sobre los que basamos nuestra confianza en los demás no son más que indicios porque por definición no caben certezas. Indicios en la fachada con la que se presenta el sujeto, en su cuerpo, en la cara sobre todo. Hay que distinguir entre la cara, con la que se nace y el rostro que se hace, porque es la cara en movimiento, algo que se hace y se deshace al momento, algo móvil y múltiple que es lo que hay que interpretar, la coherencia o incoherencia de los múltiples paisajes del rostro que nos presenta una persona. Cara hay una, rostros muchos. Sobre todo hay que fijarse en los ojos, en la mirada.
Dice el Dr. Castilla del Pino:
“Un amigo nace del acto de confiar, en la confianza, porque no se tiene acceso a la intención del otro para con uno. Si alguien me gusta y de entrada me parece fiable, le pongo pocos reparos porque, pese al riesgo, es preferible confiar.
Yo soy partidario siempre de fiarme como principio general; porque si desconfías de entrada hay que ver la cantidad de oportunidades que pierdes de contar con gente a la que hubieras podido dar y recibir amistad.
Si se tiene suerte habrá merecido la pena. El suspicaz o desconfiado ni es amado ni tiene amigos.
Y si alguien en quien has puesto tu confianza nos engaña, él es el que pierde. Una cosa importante de la amistad es que esta no se debe de poner a prueba porque o es entrega o no es amistad, porque en la amistad apostamos siempre a ganar. El amor, se va y nos va transformando. El tiempo no es que debilite el amor, sino que en el mejor de los casos lo convierte en la mejor amistad, y la única con la que se puede llegar a las máximas complicidades. Eso no quiere decir que el amor desaparezca, sino que se transforma. Porque el inicial, el tempestuoso, es inherente a que todavía el objeto amado no es un objeto que hayamos hecho nuestro, y eso crea ese sin vivir que la gente toma por más amor que el amor sosegado inherente al amor a un objeto que se posee”.
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