Trabajar con la psicosis, es trabajar con la locura y la locura es algo que hasta no hace tanto ha tenido como destino el encierro y el apartamiento social. Es muy difícil convivir con eso que se ve y que los demás no ven y con voces que nadie, salvo quien las padece, puede escuchar. También con la construcción delirante que viene a dar sentido a una vida que de otro modo no lo tendría.

Creemos construir nuestra realidad, pero de hecho, aparecemos en este mundo con una realidad ya hecha y significada, de por sí sujeta a una interpretación  que es “la que debe ser”, no otra distinta. Irse de esta realidad, es irse de todos los demás. Irse de todo lo demás.

Se dice que el psicótico, está fuera de la realidad. Quizá fuera de ella si entendemos por realidad la comúnmente aceptada, esa que nos ha sobrevenido construida y en cuya edificación hemos participado a duras penas. Proponer significados distintos e interpretaciones al margen de lo que “las cosas son”, cuando menos es disentir de lo convencionalmente establecido, y si esa propuesta se aparta en grado bastante a lo que se considera “normal” –sin entrar en definir lo que no parece tener una narrativa clara-  entonces lo calificamos de loco, y queda así definido el disidente todo él, y el resto, a salvo entre patrones normativos aceptados y con clara vocación de amparo entre lo que constituye un “debido hacer”.

El neurótico, campa a sus anchas en un modelo social que lo tolera. Sufre, pero es un sufrir permitido, de alguna manera consensuado y aceptado por lo que le rodea. El psicótico no. El psicótico asusta y mueve al miedo. Por eso era víctima del encerramiento físico entonces; hoy, tratamos de encerrar la locura entre fármacos y terapeutas. Una forma de encierro desde luego menos cruel, aunque no exenta del mismo tinte clausurador.  Una “cadena perpetua” entre pastillas que tranquilizan a unos (los que padecen esas “llamadas” locuras, como apuntan Ramón Riera y George E. Atwood ) y a otros (los que componen el contorno social que las acompañan).

Atwood, nos expone en los escritos sugeridos distintos casos de su experiencia clínica, en los que me ha parecido encontrar un factor común de entendimiento con la experiencia psicótica: vivir por sí mismo.
Vivir por sí mismo, constituye de alguna manera el objetivo de cualquier proceso psicoterapéutico, en tanto que supone buscar una emancipación de aspectos que propicien un incremento de independencia y autonomía respecto de lo demás, siendo esto lo que quiera que sea en cada cual. En estos escritos encontramos como la conexión y comprensión con quien nos pide ayuda, es factor decisivo para la validación e incremento del sentimiento de agencia de quien se ve asaltado por procesos psicóticos. Atwood, refiere en uno de los casos que comenta respecto de las voces que acometían a uno de sus pacientes que “solo había una voz a la que debería estar escuchando y que esta voz, sumamente importante, no era otra que la suya propia”.

La mejor explicación que he encontrado con respecto a los procesos psicóticos, vienen a proponer que en el loco no se da realmente eso que llamamos pérdida del sentido de la realidad. Creo que el psicótico no pierde nada. El psicótico lo que hace es huir de la realidad, y huye… porque la teme, o porque le causa un tormento tan intenso que no pudiendo ni deseando adaptarse a ella, se crea otra más amable y que se constituye  como bálsamo liberador de la que vive: su delirio.  El psicótico, no se ve (a sí mismo) en esto que es mundo para los que nos consideramos normales con matices. Lo que quieren es vivir por sí mismos; un deseo que pueda ser que tome tanta fuerza como consecuencia de vivencias exigentes y limitadoras de eso que se ha venido en llamar “libre albedrío” entendido como libertad de resolución.

En los contactos que he podido tener con el pensamiento psicótico, esta libertad de elección no constituía sino una burda imitación. Hace muchos años, aún no había comenzado mis estudios de psicología, un compañero de estudios, se presentaba cada día a las clases de rigor incorporando a su indumentaria unas gafas sin cristales. Unas gafas huecas,  por donde miraba. Decía que era la única manera de ver las cosas tal y como eran. Casi nadie le hablaba, y en el Instituto consentían su escolarización después de docenas de entrevistas familiares. No se le hablaba por miedo. Se decía que no se le hablaba por temor a que empeorara o “a que hiciera algo…”. Personalmente era partícipe del mismo temor. Sí que le escuchábamos cuando se refería a cualquiera de nosotros, pero con ánimo de terminar el contacto (aquello no era una conversación) cuanto antes. Nos daba miedo. Un miedo definido por la falta de predicción de su comportamiento. ¿Qué podría pasar si le dedicábamos nuestra atención? ¿Qué reacciones podría tener en nuestra relación con él sabiendo que “no estaba en sus cabales”? Esta, y no otra, era en aquel entonces la preocupación que nos invitaba a aislarle en una soledad que le señalaba antes nosotros y ante sí mismo.

Sigo a Atwood, cuando nos refiere que los “síntomas” que aparecen en estos padecimientos, “pueden ser entendidos no como signos exteriores de una enfermedad interior, sino como reacciones a continuas experiencias de abandono, de la experiencia de incomprensión y retraumatización”. Y sin embargo, en la actualidad, y ya desde las últimas décadas del siglo pasado, se muestra desde eso que hemos venido en reconocer como ciencia, la vocación exploradora en el soporte biológico de todo lo que se refiere al campo de la “enfermedad”, también la mental.  Una especie de búsqueda de “las neuronas pontificias” que atienden y provocan comportamientos “supuestamente” enfermos.

Mejor tomar buena nota de la propuesta de Atwood y considerar a las ciencias que tratan de entender el comportamiento humano como ciencias “humanas”. Ciencias que escapen a la hegemonía del modelo médico y que se basen en el estudio de las vidas humanas tal y como son vividas y experienciadas.